Palabra

Sobre los evangelios de 2 de febrero a 8 de marzo

“Evangelio y Vida” en Palabra, enero de 2020

Los seis comentarios al Vangelo de Domingos y Solemnidades, que he publicado en el numero de enero de 2020 de Palabra, llegan al primer y segundo domingo de cuaresma. EVANGELIO Y VIDA

2 de febrero 
IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
María, la nueva “Arca de la Alianza”, va al Templo de Jerusalén, llevando consigo al verdadero Señor, que ha elegido a su vien- tre como nuevo templo y como incienso, la leche de su seno. Va sin cantos ni trompetas, sin danzas que la precedan: en el ocultamiento de la normalidad. Le acompaña José: siempre tan unidos. En Lucas, leemos: “Y cumplidos los días de la purificación de ellos”.No dice la purificación de la madre, la única según el Levítico que se debía purificar a causa de la sangre del parto. Dice: “de ellos” (αὐτῶν). Quizá une al Hijo, a Jesús, que según la ley debe ser rescatado, por ser primogénito, con cinco ciclos de plata. Una delicadeza de Lucas para desviar la atención de la purificación de la Madre: une a toda la familia en este camino. O, según algunos, alude a la purificación de toda Jerusalén. Aquello que sucede es una realidad grandiosa. Todo aquel Templo bellísimo está poseído por el Niño, su verdadero Señor. De adulto dirá que su cuerpo es el nuevo templo y que, si es destruido, lo resucitará en tres días. En el sancta sanctorum sólo entra el Sumo Sacerdote una vez al año, pero ahí, en medio de la multitud, el verdadero “santo de los santos” sonríe y llora entre los pechos de su madre. En los abrazos de dos ancianos, de corazón joven y llenos de esperanza, se colma, en el corazón del niño, la añoranza por los abuelos lejanos. Lo abrazan, lo acarician y lo besan. Verdaderamente ha cambiado el modo de encontrar a Dios. Jesús no ha pedido permiso a los sacerdotes del templo para venir al mundo, ni ahora se hace reconocer por ellos. Tampoco cuando comience a predicar les dedicará demasiada atención. En cambio, el Espíritu Santo privilegia a los pobres y simples de corazón, que lo esperan con corazón límpido y se dejan llevar dócilmente hacia el niño. Y así, son felices, Simeón y Ana. Alaban a Dios por esta maravilla, y no tienen inconveniente en contarlo a su alrededor. Aquel niño es “tu salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos: luz para iluminar a los gentiles”. A María le revela otra cosa sobre Jesús, que completa el anuncio del Ángel. Dios habla de un modo distinto y a través de muchas personas. “Este ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción”. Actúa para que caigan nuestros ídolos, máscaras, falsedades, envidias, y opera nuestra resurrección, para que nos convirtamos en una criatura nueva. Contradice nuestro modo de pensar quieto y cómodo, nuestras ideas equivocadas sobre Dios. Nos mezcla las cartas sobre la mesa, los programas, las previsiones. Quiere de verdad que sigamos sus huellas, y, así, nos convirtamos al amor verdadero como única fuerza y sentido de nuestra vida, que renazcamos a la comprensión y al perdón. Y si una espada nos traspasa el alma, su Madre nos ayuda.

9 de febrero 
V DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO 
En el discurso de la montaña, después de ocho bienaventuranzas dichas de modo impersonal, “bienaventurados los pobres, bienaventurados los mansos…”, llega la novena que incluye el “vosotros”: “bienaventurados cuando os injurien, os persigan y, mintiendo, digan contra vosotros todo tipo de maldad por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. Se refiere a los discípulos, a aquellos que son injuriados y perseguidos por su causa. Sigue Jesús con dos “vosotros” impresionantes. Tiene siempre delante a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo”. Jesús es capaz de alabar, no tiene miedo a la alabanza exagerada. Cree en ella. Pero le pone condiciones. En primer lugar, dice “vosotros”. No dice: tú eres la luz del mundo o la sal de la tierra. La primera persona en estos asuntos se refiere sólo a él: “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas” (Jn 8, 12), porque sólo él es “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9). Por tanto, nosotros somos sal y somos luz, o podemos serlo, si recibimos su luz y su sabiduría, y si permanecemos en el “vosotros”: en la Iglesia, en la comunión, en la fraternidad, que suprime el orgullo del singular y redimensiona la “voluntad de poder”, que se puede esconder también detrás de las realidades más santas y espirituales, también en la Iglesia. Ninguno en la Iglesia es el Salvador, sólo Él. Ninguno es mediador entre Dios y los hombres, sólo Él. La Virgen y los santos, y nosotros participamos por gracia divina de su obra de salvación, de su mediación. Otras condiciones que pone Jesús: la sal tiene que salar. No permanecer en el salero. Entrar en contacto con los alimentos. Deshacerse, sin formar grumos, sin ser un grupo indigesto que se cree intocable y mejor que los demás, que no quiere contaminarse. Sería la pérdida del sentido de la sal, se convertiría en insípida. Si no das el sabor, que has recibido, no sirves y lo pierdes. “La fe se alimenta donándola”, enseñaba san Juan Pablo II. Pero el sabor también viene del estilo, del garbo, del modo de comunicar, que es parte del mensaje cristiano (cfr. Redemptor hominis, 12). La luz debe iluminar, no puede permanecer escondida, si no, no será ya la luz del mundo. Debe estar en lo alto. Como las lámparas que iluminan en la noche oscura. Con modos evangélicos, con los modos de las bienaventuranzas: damos luz y somos sal, si somos pobres, mansos, justos, misericordiosos, puros de corazón, operadores de paz. En una palabra: amantes porque nos sabemos amados, y amamos como Él nos ha amado. 

16 de febrero 
VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO 
Jesús nos ilumina con sus bienaventuranzas y nos llama “luz del mundo y sal de la tierra”. Luego, hace un discurso que podría asustarnos. Pero explicándonos que no ha venido a abolir la Ley o los Profetas, sino a darles cumplimiento, ofrece ejemplos y nos hace más fácil entender el sentido profundo de la Ley. Con otras palabras, nos dice: el mal viene del corazón (cfr. Mc 7, 21). Con palabras duras, adecuadas para sus oyentes cristianos provenientes del judaísmo (no entrará en el reino, será llevado a juicio, entregado a prisión, acabará en la Gehenna), quiere llevar a sus discípulos a aquel “amaos como yo os he amado” del Evangelio de Juan. Nos hace entrar dentro de nosotros mismos, para purificar los pensamiento y deseos del corazón. Nos pide superar a los escribas y fariseos en su modo de vivir la Ley: es decir, vivirla como Él la ha vivido. No os contentéis con “no matarás”, porque podéis matar también con las palabras, los insultos, el odio, el rencor, el maldecir.  Pensemos en el juicio interior, en la calumnia que mata, en la murmuración, en la difamación, en las denuncias falsas e injustas, que son pecados muy graves. Si tu hermano tiene quejas contra de ti, y también si tú tienes algo contra él, reconcíliate primero antes de ofrecer tu don en el altar, antes de la Eucaristía, que es “comunión”. Después, Jesús habla del adulterio del corazón. Mirar a una mujer para desearla, significa destruirla como persona sólo con la mirada, arrancar su cuerpo de su armonía plena, de su ser una unidad: cuerpo, alma, y su vida entera. Significa adulterar, falsear a la persona. La mirada es un hermoso sentido humano, creado por Dios, que nos ayuda a conocer y amar, a encontrar a Dios en la belleza de lo creado. El deseo del corazón es fundamental para ir hacia el bien y hacia el amor. Pero mirar sólo para alimentar el deseo de la posesión sexual, que prescinde de la dignidad de la persona, de la donación libre y responsable al amor, es cometer un adulterio en el corazón. Es como violentar a aquella persona, aunque sea sólo en el corazón. Jesús nos pide mirar como él nos miraba. Una mirada de amor, contemplativa de la belleza de los hijos de Dios. Nos pide cultivar el deseo de bien, de amor, de santidad. Que queramos mirar con amor, con deseo de amor para todas las personas, con respeto de su libertad, historia e intimidad. Una mirada y un deseo que diga: te amo en Cristo, te quiero feliz en Cristo, te estimo en Cristo, te respeto. Y añade Jesús: no te contentes con no jurar en falso, acostúmbrate en cambio a no jurar nunca. Amar al prójimo como a ti mismo significa considerarlo digno de que digas la verdad, así no tendrás más la necesidad de jurar. Este Evangelio da pistas para un examen de conciencia. Con la gracia de Jesús, que convierte el corazón.

23 de febrero 
VII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO 
En el Evangelio de este domingo, leemos las dos últimas “antítesis” del Discurso de la montaña. No dejan escapatoria. No se pueden endulzar. Estamos en el corazón de la Buena Nueva, que es muy exigente. La ley del talión, antiguamente, tenía la ventaja de limitar los excesos de la venganza, pero es totalmente superada por Jesús, que nos habla de amar al prójimo, incluso al enemigo y a aquellos que nos hacen mal. Es una invitación a no usar la violencia, pero no una invitación a dejarse aplastar, sino más bien a tratar de demostrar a quien nos golpea que no tenemos nada que defender, y a tratar de dar el primer paso para reestablecer la relación. Jesús hace así con el siervo del Sumo Sacerdote que le abofetea: no pone la otra mejilla, pero trata de hacerle razonar sobre el motivo por el que le ha golpeado, para que se percate de estar en el error y se arrepienta. El móvil es siempre el amor y el fin, la redención. Después, cuando el curso de los eventos sea imparable, durante toda su pasión, Jesús no reaccionará, como un cordero mudo ante los trasquiladores: “Al que quiera entrar en pleito contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto”.Ante el tribunal, lugar de justicia, aquí de injusticia, Jesús lo ha experimentado delante de Pilato. No era una cuestión de la túnica: pues le quitaron la vida. Y, sin embargo, él les dio también la túnica, que echaron a suertes. “A quien te fuerce a andar una milla, vete con él dos”. Con los de Emaús camina siete millas, y luego se detiene con ellos para cenar. “Al que te pide prestado, no lo rehúyas”. Son cosas concretas de Jesús, que no se pueden pasar por alto con corazón ligero. La visión humana de las cosas, las prudencias, ahogan nuestro modo de vivir el Evangelio a la letra. Anotemos estas palabras y meditémoslas en la oración, cuando estemos en situaciones como las descritas, para valorar cómo actuar. “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial”. Aquí está el secreto: saber que somos hijos de nuestro Padre Dios, y tomar de él nuestra fuerza, como Jesús, para actuar como hijos. Jesús describe el retrato del actuar de los hijos de Dios. Amar y rezar. Jesús no dice: abrazad y poned la espalda al enemigo para recibir otra cuchillada. No: amar y rezar. Luego, el amor y la oración nos sugerirán qué debemos hacer. “Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tenéis? ¿No hacen eso también los publicanos? Y, si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos?”. Es la diferencia entre del cristiano. ¿Soy todavía cristiano?”, nos preguntamos a veces. Aquí encontramos la respuesta para recibir la recompensa del Padre que es Él mismo. Lucas dice: “sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”. Es el sentido de esta perfección de amor.

1 de marzo 
I DOMINGO DE CUARESMA 
El Espíritu conduce a Jesús al desierto, y nos impresiona la docilidad del Hijo a su Espíritu, que es el Amor entre él y el Padre. Se deja llevar por el Amor. Es más, “deja hacer” al Amor. ¿Y nosotros? Dejarnos conducir, dejarnos llevar. ¿Dónde me quiere llevar el Espíritu Santo? Como Bernabé y Saulo, “enviados por el Espíritu Santo” a Seleucia y a Chipre (Hch 13, 4). Pablo que dice: “Ahora, encadenado por el Espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber qué me pasará ahí, excepto que por todas las ciudades el Espíritu Santo testimonia en mi interior para decirme que me esperan cadenas y tribulaciones” (Hch 20, 22-23). Felipe recibe la orden de bautizar al eunuco etíope, y luego, raptado por el Espíritu, se encuentra en Azoto, y “evangelizaba todas las ciudades por las que atravesaba”. El Espíritu conduce a Jesús al desierto, en hebreo: “midbar”, que significa “lugar de la palabra”. El lugar donde Dios habla, en el silencio, en aquella inmensidad. El Espíritu nos conduce a lugares adecuados para recibir la palabra de Dios. En los desiertos naturales, en los silencios exteriores que nos procuramos, o en los silencios interiores que nos llegan, en los desiertos del corazón donde te puede hablar. Cuando nos reconocemos como en un desierto, entonces ahí puede llegarnos su palabra con una claridad y una fuerza desconocidas. Pero el Espíritu, relata Mateo, lo ha llevado al desierto para “ser tentado por el diablo”. Esto nos puede escandalizar. Pero ¿es posible que el Espíritu quiera que el Hijo sea tentado? Cuando nosotros pedimos a Dios, en el Padre Nuestro, con palabras de Jesús: “¡no nos pongas en tentación!”, no hay contraste: es para nuestra ventaja que Jesús se deja tentar. Carga sobre sí también las tentaciones que sufrimos. Combate con el enemigo para vencerlo y para enseñarnos el combate: qué debemos hacer para vencer y qué no debemos hacer para no ser vencidos. Jesús, el nuevo Adán, vence donde Adán con Eva, perdieron y cayeron. Dice Agustín: “en Cristo fuiste tentado, en él obtienes la victoria”. “El tentador se le acercó y le dijo: ‘Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes’”. Lo pone a prueba: demuéstrame que eres Hijo de Dios porque el Juan que te acaba de bautizar ha dicho que “Dios puede hacer surgir de estas piedras hijos de Abraham” e inmediatamente después, aquella voz del cielo ha dicho que tú eres el Hijo suyo, “el amado”: ¡háznoslo ver! Jesús responde con la Escritura: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Pan que es la palabra de Dios, escrita y leída, pero también toda criatura salida de su boca y de sus manos. Dialogar con la samaritana, encontrar a la oveja perdida, nutrirá a Jesús que rehusará el alimento de los discípulos: “Para comer yo tengo un alimento que vosotros no conocéis” (Jn 4, 32). Señor, danos siempre de este pan. 

8 de marzo 
II DOMINGO DE CUARESMA 
Es Jesús quien toma la iniciativa y elige a los tres que llevará consigo a un lugar aparte; también al huerto de los olivos, donde serán testigos de su “tristeza y angustia”. Los llama y los lleva consigo: “venid”. Pensemos en los otros discípulos. El Evangelio no dice si se ofendieron. En otros momentos se dice que discutían sobre quién era el más grande entre ellos. Pero Jesús no dice que elige a esos tres porque son más capaces o los más virtuosos entre los suyos. Los llama, los elige, los lleva consigo y basta. Y ellos se dejan hacer. Están habituados a que Jesús pida cualquier cosa a cualquiera, que dé encargos, que confíe una misión. También nosotros debemos considerar que Jesús sigue siendo el “Señor de la Historia”, es él quien guía a su Iglesia, y confía encargos, y luego los cambia. Primero te había pedido una cosa, ahora tú me ayudas más en una misión distinta, en una tarea de otro tipo, en otro puesto de trabajo, en otra ciudad, en otro papel. No les entra la envidia a aquellos que quedaron en la llanura, porque también Jesús les había confiado encargos importantes: escuchar a la gente, enseñar, curar en su nombre. Por eso, cuando bajan del monte y el papá del muchacho epiléptico le dice que sus discípulos no han sido capaces de curarlo, Jesús se lamentará de modo fuerte e insólito. Nosotros vamos con Jesús donde Él nos lleva. También a la cima de un monte, aunque subir sea fatigoso. Nos fiamos. Habrá preparado una sorpresa. Y los tres no piensan que subir al monte significa recordar el gesto de Moisés cuando subió al Sinaí para hablar con Dios y recibir las tablas de la Ley. Están contentos de haber sido elegidos. Estar con el Maestro es siempre hermoso e imprevisible. Y Jesús no defrauda, aquel día sucede una cosa que no saben ni siquiera describir: cambió su figura, cambiaron sus vestidos, su color, un color que no es de esta tierra, nunca visto, y luego cambió el rostro, un rostro de una belleza indecible. Y todo, rodeado de una luz impresionante, que ellos compararon con el sol, la luz más grande que existe, que no se puede mirar directamente. Los vestidos de luz. No saben decir otra cosa. Y luego aparecen Moisés y Elías. ¿Cómo los reconocen? No tienen necesidad de que se los presenten, porque los tres con los otros tres viven un momento de cielo, donde todo está claro y evidente a todos. El tiempo se detiene. Es una maravilla y están muy bien. “!Qué bien estamos aquí!”. Son palabras de cielo, pero dichas en la tierra. Jesús hace que los tres tengan una experiencia de cielo sobre la tierra, para que después puedan decir, pasada su Resurrección, en su nueva Vida, el cielo está para siempre unido a la tierra, a los seres humanos, a su historia. Ellos lo han visto, con sus ojos. El segundo domingo de cuaresma es una explosión de luz, de cielo y de esperanza. 

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